¿Alguna vez dejaste de hacer algo por sentir miedo a ser arrogante? ¿O te sentiste “patudo/a” de ser tú quien hiciera aquello? ¿Alguna vez sentiste vergüenza de contribuir, levantar la mano y dar la respuesta correcta o, en general, de conectarte con tus luces y talentos?
¡Yo sí! Y me pasó en muchas ocasiones. En algunas oportunidades fue algo inconsciente y, en otras, deliberadamente me resté de dar mi opinión, de aportar alguna solución o simplemente de mostrarme y dejarme ver porque no tomé real conciencia de que lo que tenía para aportar era valioso o porque sentía que hacerlo era actuar de forma arrogante.
En mis últimas publicaciones me he referido a cómo el propósito de nuestra vida se hace evidente cuando conocemos, desarrollamos y nos posicionamos a partir de nuestras fortalezas, motivo por el que hoy quiero abrir un tema que estaré desarrollando en las siguientes publicaciones: se trata de ciertos mundos emocionales que favorecen o dificultan la conexión equilibrada con nuestros dones, impactando en cómo los expresamos y ponemos en el mundo, posibilitando o mermando con ello nuestra capacidad de servir, aportar y de sentirnos útiles.
En el último tiempo he estado repasando mucho este fenómeno, sobre todo tras conversar con una amiga, quien reflexionando acerca de su capacidad creativa hizo en voz alta esa pregunta que por mucho tiempo había escuchado en mis conversaciones internas: “¿quién soy yo para…?” Fue entonces que me sentí algo aturdida y se armó un silencio en el que la pregunta retumbó aún más. Esto, porque frecuentemente me lo saboteaba todo y cada vez que la oía se mermaba mi ímpetu de embarcarme en proyectos de mi interés, por lo que rápidamente pude ponerme en sus zapatos y entender los costos que esta experiencia estaba teniendo para ella.
“La maldita pregunta” me conectaba con la sensación de insuficiencia y de -en buen chileno- ¿con qué ropa?, además de desconectarme de mis sueños y de dificultarme tomar conciencia de mis fortalezas. De este modo, lo que me aturdía entonces, era sobre todo, tomar conciencia de que éramos muchos quienes privábamos al mundo de nuestros dones, transformándonos en -como diría mi coach- avaros, mezquinos e incluso cobardes al preferir guardarnos aquello solo para nosotros mismos en vez de ponerlo al servicio de otros. Aunque lo cierto es que en muchas ocasiones ni siquiera “tuvimos opción”, porque no nos dimos cuenta de que nuestros talentos estaban ahí, queriendo estar al servicio del mundo para llegar a ser, en algunos casos, la diseñadora vanguardista, en otros, el generoso coach; la chamana o la elocuente crítica de cine y, en el mío, quien se daba permiso para escribir y cultivar un espacio que amo.
Compartiendo y trabajando de cerca con este suceso he aprendido que es más común de lo que parece; sin embargo, creo que cuesta un poco darnos cuentas de que nos está ocurriendo y hacernos cargo, ya que no tenemos muchas distinciones para nombrar y decir ¡esto es lo que me pasa!
Al respecto, hace algunos años, durante mi formación inicial como coach, conocí un poema que tocó mi alma de manera muy profunda. Es un poema[1] que se dio a conocer en la voz de Nelson Mandela y que dice así:
“Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados.
Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos sin límite.
Es nuestra luz, no la oscuridad lo que más nos asusta.
Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, precioso, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres tú para no serlo? (…)”
En ese entonces conocí también dos distinciones que resonaron fuertemente en mí: confundir (i) grandeza con arrogancia y (ii) pequeñez con humildad, dos errores que van más allá de una mera confusión cognitiva, ya que estas emociones pueden arraigarse en nuestro ser modelando así nuestro comportamiento.
Respecto a estos cuatro conceptos, una de las primeras distinciones que me resulta relevante realizar, es que estoy hablando de emociones mixtas (mezcla de dos o más emociones básicas[2]), que como tales “están altamente impregnadas de elementos culturales y de experiencias personales”[3] (Bloch 2006) y que, como toda emoción, actúan como un motor para nuestras acciones “moviéndonos a”. Desarrollaré, entonces, cada una de estas emociones poniendo énfasis en cómo nos posibilitan o dificultan la conexión con nuestras virtudes y fortalezas, además de cómo impactan en nuestra relación con otros y con nosotros mismos.
En primer lugar, la arrogancia es una emoción que se asocia a la altanería, la soberbia y a sentirnos superiores a otros, ya sea por ser quienes somos, por lo que tenemos y/o por lo que hacemos. En ocasiones, incluso, esa sensación viene de atribuirnos un cierto estatus por cosas que nos fueron dadas y en las cuales no tenemos mérito alguno; por ejemplo, el hecho fortuito del país en el que nacimos o el color de nuestra piel. La arrogancia, entonces, nos predispone a actuar como si fuésemos mejores que otros, como si lo tuviésemos todo y, además, como si no hubiese nada más que necesitásemos aprender. Es así que esta emoción nubla nuestra visión exagerando aquello que somos en términos de nuestras capacidades, nuestros talentos, logros y lo que tenemos para aportar al mundo.
En mi experiencia, la grandeza, en cambio, nos permite la legitimación del otro, a la vez que conlleva la conexión con cierta sabiduría que permite reconocer y relacionarnos con nuestros dones y experiencias de manera más ecuánime, ya que pareciera ser que una condición sine qua non para actuar en grandeza es conectar también con la humildad. Es así que este estado emocional nos regala la percepción de nuestros límites, pero sobre todo, la conciencia de todo nuestro potencial, permitiéndonos la posibilidad de una “auto-evaluación exacta”, que corresponde a la habilidad de autoevaluar de manera realista tanto nuestras fortalezas como nuestras limitaciones. Esta, a la vez, corresponde a uno de los componentes de las cuatro capacidades que son eje de la inteligencia emocional, según propone Goleman[4].
Por lo tanto, mientras desde la arrogancia se valora de manera exacerbada aquello que somos, lo que tenemos y lo que podemos lograr, desde la grandeza se genera una valoración equilibrada de estos aspectos, además de tomar conciencia de que todo aquello va más allá de nosotros mismos ya que somos parte de algo más grande. De este modo, mientras que en la arrogancia nos vinculamos con otros de forma desigual y muchas veces nos desconectamos del mundo, en la grandeza lo hacemos horizontalmente, a la vez que se enciende el ímpetu de estar al servicio de aquello más grande. Entonces, uno de los grandes peligros de confundir grandeza con arrogancia es que por miedo a llegar a ser arrogantes nos desconectemos o renunciemos a nuestras luces o no nos permitamos brillar y, con ello, además, nos restemos de servir. En ese sentido, una clave para identificar si estoy experimentando dicha confusión es mirar cómo me relaciono con mis dones, siendo el miedo y la vergüenza una especie de alarma que podrían dar alerta de esta confusión.
La humildad, en tanto, es propuesta por Martin Seligman, como una fortaleza del carácter que pertenece a la virtud de la templanza (capacidad de gestionar nuestras emociones, la motivación y el comportamiento en ausencia de ayuda externa. Incluye a las fortalezas que nos protegen de excesos), definiéndola “como la habilidad de dejar que los logros y las acciones hablen por sí mismas, actuando sin pretensión”[5] y, en complemento, desde mi parecer, implicaría también actuar con naturalidad, sin pudor ni vergüenza ante estos.
Por otro lado, Roberto Bravo G., coach experto en el desarrollo de fortalezas, señala que “no accedemos a la verdadera humildad degradándonos, callando o siendo serviles, sino que esta aparece desde una autoestima fuerte y segura, donde sabemos priorizar con facilidad y poner nuestra atención sobre los otros[6], de modo que la humildad finalmente es una fuerte consciencia de sí mismo sin perder el enfoque en los demás, siendo además una fortaleza que promueve conductas pro-sociales”. En ese sentido, el VIA Institute of Character, señala que “es un error común pensar que la humildad implica tener una baja autoestima, un sentido de indignidad y/o una falta de auto-enfoque, ya que la verdadera humildad consiste en la conciencia de una auto-evaluación precisa y el reconocimiento de las limitaciones, manteniendo los logros en perspectiva”.
Esto nos lleva a referirnos a la pequeñez, una emoción (o estado emocional) que impide el poder identificar y conectarnos dignamente con nuestros dones y fortalezas, lo que implica, en muchas ocasiones, una pérdida de valía en la concepción de nosotros mismos. Esta emoción, nos dificulta también poder relacionarnos horizontalmente con otros y con nosotros mismos, al creer que tenemos poco para aportar, pudiendo llegar a sentirnos pequeños, desempoderados e incluso resignados al perder de vista nuestros dones y lo significativo que podría ser nuestro aporte. Desde la pequeñez puede ocurrir también que si bien logramos identificar algunos dones, no les permitamos brillar, lo cual corresponde a uno de los grandes peligros de confundir pequeñez con humildad.
Retomando la base cultural de las emociones mixtas, una de las reflexiones que cabe hacer es que pareciera ser que nuestra cultura no nos ayuda mucho a conectar con la grandeza y, en cambio, promueve en gran medida la pequeñez. De este modo, por ejemplo, podemos observar frases instaladas en la idiosincrasia chilena, así como preguntas cotidianas del tipo “¿y con qué ropa?” “¿quién eres tú para…?” “¡ella (con tono burlesco)!” o, lisa y llanamente, el “y tú, ¿quién te creí?”. Por otro lado, en el mundo del emprendimiento, por ejemplo, tildamos de sufrir de “delirio de grandeza” a quienes ponen sus ojos en proyectos ambiciosos, confundiendo injustamente la ambición positiva y el anhelo de embarcarnos en grandes proyectos desde la grandeza de querer aportar con la arrogancia de aparentar algo que no se es o proyectar algo de manera más grande a “lo que realmente correspondería”. Es así que creo que despejar esta confusión se nos hace urgente, ya que en ambos casos podríamos correr más o menos los mismos riesgos: perdernos del mundo y que el mundo se pierda de nosotros.
En mi experiencia, uno de los “remedios” para conectarnos con la grandeza y la humildad genuinamente es aprender a vincularnos con otros y con nosotros mismos desde los seres perfectamente imperfectos que somos, aceptando nuestros límites y reconociendo, a la vez, todo nuestro potencial humano (e incluso divino). Para ello, es necesario también darnos permiso para hacer aquello que amamos y que nos sale natural; a hacer guiados por el amor, el goce y el servicio, más allá de la dualidad de hacer bien o mal, mejor o peor, que podrían dar cuenta, en cambio, de estar frente a la pequeñez y la arrogancia. Aprender a sostener simplemente lo que es, sin expectativas de querer ser algo distinto, no desde la resignación, sino desde la fluidez que nos regala la aceptación.
De este modo, te invito a “no tener miedo de tu luz”, conectarte con esta y caminar con ese farol siempre encendido, de la mano de la humildad y la grandeza, tomando conciencia de cuáles son los talentos y fortalezas con los que puedes iluminar tu vida y el mundo, porque sería una gran pérdida no contar con aquello especial que sólo puedes aportar tú, nadie más que tú. Te invito, entonces, a decirle “Sí” a cada idea noble que provenga desde ese lugar interior; que en vez de escuchar la pregunta ¿quién soy yo para ser brillante, precioso, talentoso y fabuloso?, te preguntes, tal como en el poema: ¿quién eres tú para no serlo (privando al mundo de ello)? Porque es nuestra mejor versión lo que la humanidad necesita hoy y le restamos sentido a nuestra propia vida cuando renunciamos a aquello, a la vez que lo hacemos del mundo y de nosotros mismos cuando actuamos pequeños e inseguros.
Si quieres saber más acerca de estas cuatro distinciones, te invito a leer la próxima publicación: “Arrogancia, pequeñez, humildad y grandeza: ¿qué son, cómo reconocerlas y gestionarlas?”. Además, si quieres trabajar respecto a estas temáticas, te invito a escribirme a anunez@thegeniuschoice.com
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[1] Autora: Marianne Williamsom.
[2] Las emociones básicas corresponden a estados funcionales adaptativos del organismo que cambian de un momento a otro según los acontecimientos que se producen en el ambiente externo (eventos) o en el medio interno (pensamientos).
[3] Bloch, S. (2006). Surfeando la ola emocional. Chile: Editorial Norma S.A.
[4] Habilidad de gestionarnos a nosotros mismos y a nuestras relaciones con eficacia. Comprende cuatro capacidades fundamentales: autoconciencia, autogestión, conciencia social y habilidades sociales. Goleman, D. (2005). Liderazgo que obtiene resultados. Harvard Business Review.
[5] Fuente: http://www.viacharacter.org/www/Character-Strengths/Humility
[6] Niemiec, R. (2017). Charácter strengths interventions: A field Practitioners guide.