Este último periodo de mi vida ha estado marcado por el movimiento, el cambio, la reconexión y la búsqueda. En mayo anuncié que estaba de vuelta en el mundo laboral tras un año fuera de las pistas, dedicada a tiempo completo a la maternidad como mamá primeriza. Desde entonces se han abierto muchos desafíos para mí, como aprender a gestionar el tiempo y a conciliar mi vida desde nuevos roles, relacionarme con la nueva mujer que estoy siendo, equilibrarlo todo para lograr cuidar lo que me importa y tanto más.
El viernes pasado terminé un proceso de profundización en mi formación como coach para lograr la Certificación en competencias avanzadas como coach ontológico integral. Un desafío que estuvo lleno de aprendizajes, emociones de todo tipo y la compañía y la presencia de mi propio coach. Sí, mi propio coach.
Parte importante de nuestro trabajo como coaches es vivir nuestros propios procesos, aprender desde la práctica, entender lo desafiante que es querer cambiar, lo duro que es reconocer nuestras propias heridas como primer paso para sanarnos, crecer y desplegar todo nuestro potencial al servicio de nuestro ser. En fin, vivir nuestros propios procesos de transformación es fundamental para la vida y los coaches no estamos libres de ello. Por el contrario, nos resulta casi obligatorio.
Si hiciéramos la analogía con una organización, ser coach y a su vez coachee (quien recibe coaching), es como empezar una carrera profesional de cero para conocer la operación desde dentro, ser junior, operario, supervisor, etc., antes de llegar a ser gerente. Así, siendo gerente, tener presente siempre ese camino. Es por esta razón que los coaches no terminamos nunca de graduarnos de coachees, manteniendo permanentemente el lugar de aprendiz.
Volver tras este año de “receso”, salir de mi guarida, mi refugio y, a veces, mi cueva no fue fácil y el miedo fue una de las emociones que más me acompañó. Sin embargo, el miedo tiene varias aristas y una de ellas es el coraje.
Como anécdota, recuerdo que a los tres meses de vida de mi bebé yo no podía creer que hasta hace muy poco ese era el plazo legal para que las madres estuvieran con sus hijos. Luego, a sus seis meses de nuevo tuve esa sensación y me fue imposible desprenderme de su lado. Fue así hasta que luego de un largo rato conociéndonos, mirándonos a los ojos y sintiéndonos mutuamente, recién comencé a sentirme lista (o a obligarme a estar lista) para “regresar al mundo”. Eso fue a sus 38 semanas de vida, es decir, aproximadamente nueve meses, el mismo tiempo que permaneció en mi panza. Me puse entonces a la tarea de encontrar a alguien que me inspirara la confianza suficiente para delegarle, en cierta manera, el cuidado de mi pequeño cachorro humano, ya que en Santiago mi marido y yo no contábamos con redes de apoyo. En ese buscar encontré a alguien para que me apoyara 20 horas a la semana. Ella pasó a ser la tercera figura de apego para mi hijo, después de su papá y de mí. A ella le agradezco infinitamente el apoyo, su presencia y sabiduría, pero sobre todo, el acompañarme de mujer a mujer.
De este modo, una vez que sentí que ella y mi hijo se habían afiatado, en mi corazón hubo menos angustia por nuestra separación y más confianza y me animé a anunciar públicamente mi regreso al mundo laboral. Un mes antes, en una especie de preparación, había comenzado a estudiar de nuevo.
Aprender ha sido en mi vida una de mis mayores pasiones y eso me ha permitido abordar mi trabajo con impecabilidad y profesionalismo, pero, sobre todo, me ha permitido crecer como ser humano y reinventarme varias veces en la búsqueda de mi pasión, hasta encontrar mi Ikigai (aquello por lo que nos despertamos cada día) en el coaching. Hoy, finalizando este proceso de aprendizaje intenso y a tres meses de haberme reincorporado al mundo laboral, me doy cuenta de que estar de vuelta en estos espacios ha sido el logro de un triple triunfo.
Desde lo laboral, ha sido la conquista de nuevos espacios y el sostenerme en alto durante “la siembra”, ya que había pensado que bastaba con anunciar mi regreso para comenzar a cosechar, lo cual no ha sido así. Volver ha implicado comenzar, de alguna forma, de cero, volver a activar mis redes dormidas, a construir confianza de la profesional que soy y a demostrar que estoy vigente, más vigente que nunca.
Como mamá ha significado aprender a confiar en otros e incluso, a su temprana edad, a confiar en mi hijo. Confiar, por ejemplo, en que estará bien, que es un pequeño flexible y adaptable, regalándole así la posibilidad de que conozca muchas formas de hacer lo mismo y no solo la mía como la única forma correcta.
Como madre ha significado también reinterpretar lo que había aprendido acerca de este rol, pasando del sacrificio al sentido y a la trascendencia, asegurándome en mi fuero interno de que mi hijo no estuviese siendo una excusa para dejarme estar, sino una buena razón para ser mejor. Asegurarme también, con ello, de no poner en él la mochila de mi propia postergación. Por el contrario, regalarle la libertad y las alas de mi realización.
Desde una mirada aún más amplia, todo este proceso me ha regalado una nueva experiencia de vida, una oportunidad de crecer y de comprometerme aún más con la vida que quiero para mí y para otros como seres humanos que somos. Hoy, tras todo este camino, siento que he ganado vida y que la vida ha ganado conmigo. Me siento dispuesta a contribuir al mundo desde mis conocimientos, mi experiencia, mis luces y mis sombras. Es decir, desde todo mi ser.
Es así que este retorno ha significado un triple triunfo, como mujer profesional, como madre y como el ser humano que soy, desde el cual puedo decir: “Vida, aquí voy de nuevo”.